Autor: Manuel V. Montesinos
Al trazar estas primeras líneas no puedo evitar acordarme de Grecia. ¿Cómo no, cuando se ha hablado tanto en los medios de comunicación sobre la posibilidad, ahora real, de que el país heleno se declare en suspensión de pagos al no disponer de la liquidez suficiente para cumplir sus compromisos con el FMI? Por desgracia, la insolvencia de Grecia y su salida del grupo del euro pondrán fin a la infructuosa ronda de negociaciones mantenidas con las instituciones acreedoras después de las expectativas que había creado la llegada de Syriza al poder. Con este fatal desenlace, no es solo el gobierno de Alexis Tsipras el que fracasa, sino también el resto de Europa, que demasiado tarde se percata de las grandes debilidades y fallos de diseño del proyecto de unión económica que había emprendido.
Grecia se convierte así en una nueva víctima (quizás no la última) de una de las peores crisis de la historia del capitalismo. A lo largo de su desarrollo diversos han sido los problemas en los que hemos centrado nuestra atención: paro masivo, desahucios, recortes... Sin embargo, existe otro mayor aún, consecuencia de los anteriores: la desigualdad. De ella se ocupa en El precio de la desigualdad (Taurus, 2012) Joseph E. Stiglitz, premio Nobel de Economía en 2001.
El economista estadounidense comienza esta obra llamando la atención sobre el espectacular aumento de la desigualdad durante las últimas décadas. Con el estallido de la crisis actual la brecha entre los ingresos del 1% más rico de la sociedad y los del 99% restante se ha ampliado aún más hasta alcanzar cotas que ponen en peligro la estabilidad de nuestro sistema político y económico.
Pero, ¿cómo es posible que el rápido crecimiento económico de los últimos decenios no haya reducido tales diferencias? He aquí una de las muchas paradojas que caracterizan al capitalismo por el que se rige la economía mundial. Stiglitz explica con claridad y, sobre todo, con una contundencia abrumadora el porqué de este fenómeno. Para él, hemos de empezar teniendo en cuenta que el neoliberalismo construido por economistas como Milton Friedman ha sido la corriente que ha dominado el terreno del pensamiento económico durante los últimos cuarenta años. En él se basaban las políticas aplicadas por mandatarios como Margaret Thatcher en Gran Bretaña o Ronald Reagan en Estados Unidos en la década de los ochenta para arreglar los que para ellos eran los destrozos perpetrados por las medidas keynesianas, a las que se responsabilizaba de la crisis de los 70. A partir de entonces, señala Stiglitz, se puso en marcha un proceso de desregulación económica que ha conseguido algo muy distinto a los mercados perfectos y eficientes que supuestamente perseguía.
Más bien se ha producido un avance (o retroceso, mejor dicho) hacia un sistema en que legisla el 1% más rico en su favor, dando lugar al diseño de una política económica beneficiosa para este grupo y perjudicial para la mayoría. Los presupuestos, el sistema fiscal, los tipos de interés, las leyes sobre competencia... Todas las decisiones políticas están condicionas por los intereses de los más poderosos. Mientras tanto, las clases medias y bajas salen perjudicadas. Sus condiciones de trabajo y el poder de los sindicatos no cesan de deteriorarse ante la presión ejercida por los empresarios para una legislación laboral que les resulte más favorable. La globalización, tal como se está desarrollando, también contribuye a este proceso. Así, es cada vez menor la parte de la tarta a la que tiene acceso la mayor parte de la población, que para colmo trata de ser convencida de que lo que es bueno para el 1% también lo es para ellos.
De continuar este aumento de la desigualdad, las consecuencias pueden ser catastróficas. No solo está en peligro el mantenimiento del consumo en que se basa nuestro sistema económico. La inexistencia de igualdad de oportunidades a la hora de acceder a servicios básicos como la sanidad o la educación y los mayores obstáculos para la movilidad social pondrían en riesgo la estabilidad de la sociedad y la democracia por la que tantos han luchado durante tanto tiempo.
Poner coto al sistema financiero, promulgar leyes sobre competencia más estrictas, mejorar la gobernanza de las grandes empresas, fortalecer las políticas sociales, combatir el desempleo o poner el crecimiento económico como meta de las inversiones públicas son algunas de las propuestas del Nobel de Economía para revertir este proceso que amenaza con destruirnos. Porque sí, aún hay esperanza. Todavía estamos a tiempo, aunque debemos darnos prisa antes de que sea demasiado tarde.